jueves, 14 de abril de 2011

Guitarras en el corazón




A propósito del Aniversario Luctuoso de Pedro Infante...



Crecí mirando películas de mariachi en la casa de mis abuelitos. Pedro Infante y Jorge Negrete. Pero más Pedro. Los veía detenidamente a la cara, les contaba las canciones. Siempre pensé que un día la vida me daría la alternativa, pero no fue así; y, como una especie de bloqueo inconsciente, comencé a tronarme los dedos desde niño de una manera tan salvaje que en el invierno tengo molestias leves. No es artritis, claro. Nada grave, para ser honestos. Pero conforme el tiempo pasa me doy cuenta que me apliqué un castigo.
No creo que mi cariño por el mariachi haya nacido de escucharlo en vivo. Jamás, hasta donde recuerdo, acudí a un concierto. Sin embargo, sí recuerdo claramente cómo fue el momento en el que me rendí a sus pies: llegó a casa un disco (muy probablemente Lalo lo llevó) con algún virtuosi que cantaba pedacitos de José Alfredo y Manuel Esperón. Yo me pegaba a la bocina para escuchar mejor llorar las guitarras, que me dolía en el corazón, que me lastimaba donde cala de verdad.
Mucho tiempo después de que aquel disco fue perdiendo brillo de tanto uso, fue que me enamoré por primera vez. Y entonces sentí cuerdas en el corazón. Mi idea sobre perder y ganar en los terrenos de las relaciones humanas, entendí, estaba marcada por los sonidos de las cuerdas: eran violines los que sentía cuando ganaba; eran guitarras a la hora de perder. Y así, poco a poco, con los dedos dolidos y el corazón en la serenata de luna, fui de un lado a otro provocando sonidos: cuando me faltaba guitarra provocaba una ruptura; y luego, otra vez, regresaba voluntariamente al fabuloso violín.
En el centro de la ciudad donde crecí había una casa de antigüedades en la que conocí una guitarra que me dejó boquiabierto, y jamás la escuché. Roja, con las cuerdas medio sueltas –me imagino que para no vencerla–, gordita, como amable. Me acerqué al vendedor y pregunté el precio. “¿Para qué ?”, contestó. Para qué.
Nunca más volví a encontrar el disco de mi primera vez; no sé ni cómo buscarlo. No supe qué pasó con aquella guitarra y jamás estudié música. Poco a poco las cosas han regresado a su lugar: la guitarra se volvió nuevamente guitarra, y las relaciones fallidas se cocieron por su cuenta.
Ahora la melancolía es mayor: me duelen también la banda, la trova y la balada. Y cuando ando por las calles, y miro las faldas y quiero repetir solos de guitarra, cierro los ojos y me digo: “Eh, Israel, córrele, enciérrate en tu casa, ponte 20 compactos. No busques más, que la vida está de por sí llena de guitarras. Mejor que viva Pedro Infante, que viva Alejandro Fernández. Y las cosas del amor, esas, mejor las manejas en silencio.”

viernes, 8 de abril de 2011

Un beso, Cynthia


Un beso, Cynthia




Entiendo que tienes razones para sentirte muy triste, para no querer salir de la oscuridad en la que estas. Pero hay mil motivos para sonreír y sentirte bien, por lo dichosa que eres y el privilegio que tuviste de conocer el verdadero amor y felicidad.

Hay gente, como yo, que se gasta la vida: lamentándose, sufriendo, triste. Hay parejas que duran muchos años juntos y su maldita costumbre es pelear, gritar, ofenderse, gran parte de su camino están regalándose codazos y no conviven codo a codo. Me incluyo de nuevo.

Y tú, aunque breve que fue el tiempo que estuviste con él, fue maravilloso, se conocieron, se entregaron, vivieron y sobretodo disfrutaron su tiempo. Te regaló las ganas de luchar, de volver a sentir. Abriste las puertas de tu alma, esas que habías cerrado con piedra y lodo para dejar pasar un gran un amor. El más sincero de tu vida.

Y ese es un motivo para sonreír ahora, para limpiarte las lagrimillas de tus ojos, para cerrarlos y sentir como aún late tu corazón por él, como cuando te pretendía y no dabas el brazo a torcer, según tú por no sufrir, sin darte cuenta que acababas de adquirir el motor de sueños.

Saber que pierdes alguien es doloroso, pensar que su cuerpo puede estar en otros brazos, sus píes en otras latitudes, su mente en otra persona, causa traumas. Ahora, aceptar que ha dejado la misma superficie que tú, no puedo imaginar el frío que sientes en tu piel.

Pero vive, poco a poco, date (no ahora) la oportunidad de volverte a enamorar, trae a tu memoria su fuerza, su energía. Más que perder un gran ser, ganaste un enorme ángel que velará por tu bien, por el de tu nene. Te llenará de bendiciones.

Los tiempos de Dios a veces desconciertan, y mucho, no los entendemos y hasta los renegamos. Pero recuerda que sólo a sus hijos más fuertes es a los que les pone grandes pruebas de fe. No dejes de creer. La gente honrosa de nuestra vida es la que más cicatrices tiene en el alma.

Aún esta contigo. Es de mañana y la luz entra por tu ventana. Ese rayo de sol se ha convertido en su calida mano que toca suave tu piel, siéntelo. Háblale bajito para que te escuche mejor, dile que quieres como la última vez. Te responderá. Y te dará el aliento que necesitas en…Un Beso Cynthia…

jueves, 7 de abril de 2011

Equilibrio Mental

Ella se toma los naufragos como remedio

Ella piensa que después del naufragio principal cada uno de los siguientes la acerca más a la orilla. Y convencida de sí, huye de cualquier señal que la conduzca a enterarse de que, uno a uno, los naufragios subsiguientes la han mandado más adentro en el mar. Ella cree que es posible escapar del sino de los abandonados si recurre a la vieja fórmula de los piratas: beber; ganarse la comida del día y beberse la noche con ron; dejarlo todo por un rato y a la mañana retomar las tareas del Sísifo interior: hundir su barco, el siguiente. Ella no tiene cabeza para reparar mastines y velas. Mejor hace de las astillas su esperanza, porque se ha vuelto especialista en construir, de los restos de cada hundimiento, un nuevo velero que la lleve a otro naufragio. Y confía en que ese que viene la arrime a tierra, y no: la conduce mar adentro.
Mar adentro, para mi fortuna –y no sé si la de ella–, naufrago yo.

La primera vez que se le vio naufragar, flotaba abrazada de un amarre de cajas, cada una marcada así: “Frágil”. Pero no le duraron una tormenta, aunque ella quisiera. Esas cajas, las “Frágil”, no estaban para resistir a alguien; todo lo contrario, eran para garantizar el hundimiento, su hundimiento.

Ella piensa que es posible sacudir el mar. Cree que cada barco que hunde conmueve las entrañas del Enorme Extraordinario.

Deliberadamente instalada en el engaño, cierra los ojos para no contar las astillas que le van quedando, cada vez menos.
No se rinde aún frente a las señales que le dicen que muy pronto quedará sin posibilidades de maniobra y vulnerable, mar adentro de su propio corazón.

Y mar adentro, para mi fortuna –y no sé si la de ella–, navego yo.

Mar adentro estamos muchos, los tantos que naufragan. Imposibilitados, nos resignamos a hundirnos; o mandamos luces de bengala (que nadie ve porque nos hemos alejado de la playa); o sacamos fuerzas para rehacer barcos que de inmediato hundimos; o somos de los pocos afortunados que ven a lo lejos una luz oscura: la luz del otro.

(Me hago ilusiones: De sus pómulos obtengo el coraje; de sus alergias, que no conoce, construyo un timón; de su cabello negro rehago un casco, y proa y popa las saco de repetir su nombre. Junto mis astillas con las de ella, restos de incontables naufragios, y me nombro capitán de un barco al que –ella no sabe– ya se ha subido. Piensa que después del naufragio principal cada uno de los siguientes la acerca más a la orilla, y me engaño creyendo que esa orilla soy yo, a pesar de que estoy mar adentro, muy mar adentro, tan mar adentro que se me han acabado las astillas y grito por mi propia salvación.)

Ella cree que es posible escapar, pero delira: en su fiebre no se da cuenta de que duerme, ahora, en el camarote de un buen capitán de barco que nació en el desierto. Ese capitán soy yo.

Ella es especialista en los hundimientos, pienso ahora que la veo dormida. Ata y desata amarras y velas. Sube y baja banderines de auxilio y de pirata para causarle desconciertos al mar. Entonces una ola cualquiera le cumple el deseo. Nos hundimos con ella. Nos vamos más adentro en el mar.

Y mar adentro, para mi fortuna –y no sé si la de ella–, yo quiero seguir.